El paso de la Última Cena de Calatayud

Leyendas de Calatayud por Carlos De La Fuente
Tipografía
  • Más pequeño Pequeño Mediano Grande Más grande
  • Predeterminado Helvetica Segoe Georgia Times

La Semana Santa bilbilitana, como en tantos lugares, duerme este año de epidemia su tranquilo sueño recostada en bellas iglesias, en armarios, en baúles...


Los cofrades de la ciudad, con gran sentimiento, han llevado a cabo diferentes acciones para reivindicar lo irremediablemente perdido. Sin embargo, con esperanza, confiemos el año que viene poder volver a pasear imágenes y túnicas por las calles de la ciudad. Esperemos también encontrarnos con nuestros amigos y seres queridos, mientras degustamos una rica limonada, unas torrijas o unos sabrosos ibéricos. Cuando todo eso ocurra, el Viernes Santo, recuperará su antigua procesión del Santo Entierro y, como todos sabemos, en aquel formidable cortejo uno de los pasos más característicos y pintorescos es, precisamente, el de “La Última Cena”.

No queremos a estas alturas, y menos en este medio amable, hacer una semblanza artística de esta peana de formas desproporcionadas, pero sí diremos, que estos apóstoles de grandes cabezas, vieron la luz en la capital zaragozana allá por el siglo XVIII. Lo que en principio habría de ser un retablo dedicado al misterio de Pentecostés, terminó en la ciudad de Calatayud en 1847, tras ser adquirido por un sacerdote: mosén Mariano Bravo, gracias a las aportaciones de la Venerable Orden Tercera y de varias familias devotas de la localidad. Antaño, nuestros antepasados, que se relacionaban en tertulias, visitas y mentideros, fueron tejiendo una leyenda alrededor de estas tallas de vestir que, sin duda en aquel momento, ya resultaban de lo más curioso. Se afirmaba pues, y así llegó a mis oídos de boca de otros que lo oyeron también relatar a sus padres y abuelos; que en ese viaje de estos apóstoles desde Zaragoza a Calatayud, por la imposibilidad de que estos fueran transportados en carros o galeras, el buen cura encargado de su compra, había tomado la determinación de montarlos, a todos ellos, en el banco de un cómodo tren.

Una vez cumplido esto adquirió el billete correspondiente para cada uno de los santos: Felipe, Santiago etc. La escultura de Cristo, por ser la dedicada al principal de todos, al mismo Dios, no viajaría en tercera como el resto de los apóstoles, sino que recibiría asiento privilegiado en el vagón de primera clase.


Como podréis sospechar este antiguo chascarrillo, tan cómico, poco tiene de verdad ya que el ferrocarril procedente de la capital cesaraugustana llegaría a nuestra ciudad en 1863 (mucho tiempo después de la compra de estas esculturas); no obstante resulta algo entrañable imaginar cada una de estos colosales cráneos, ocupando su correspondiente asiento en esos antiguos trenes de vapor, con esas miradas fijas mirando al horizonte, esperando, con paciencia, llegar a su definitiva casa: nuestro bello Calatayud.

publicidad
publicidad
publicidad
publicidad
publicidad