Es momento de continuar con el tema de las horas y su relación con los relojes de sol.
Como ya introducíamos en el artículo anterior “Ya no es el tiempo de la siesta”, la palabra siesta viene de la costumbre de reposar un rato después de la hora sexta, que era “la hora de comer” y se correspondía con el mediodía (recordad que hablamos de solar y que actualmente serían la una o las dos de la tarde, dependiendo del horario de invierno o verano). Por lo tanto, mi trabajo hoy va a ser intentar explicarles de manera más detallada por qué había una hora sexta.
La hora sexta, es una de las horas canónicas en las que se dividía el día. Las horas canónicas marcaban los momentos del día en los que se debía parar a rezar. Éstas se marcaban mediante los toques de campana, de manera que tanto los religiosos como la población en general, sabía que debía detener sus quehaceres para realizar sus oraciones. Pensad en el famoso cuadro de Jean F. Millet, El Angelus (1857-1859), en el que una pareja de campesinos aparecen rezando la oración del Ángelus, que debía hacerse al mediodía (también se le llamaba la “hora del avemaría”, pues debían rezarse tres de estos).
Antes de continuar, debemos hacer una pequeña apreciación lingüística. Hablamos siempre de horas canónicas, que como señala la RAE, es un adjetivo que designa aquello que se hace “conforme a los sagrados cánones y demás disposiciones eclesiásticas”, es decir, que se ajusta a un canon. Y no ha de confundirse con canónigos/as, que hace referencia o bien a los miembros de un cabildo de iglesia catedral o colegial, o bien, a esa planta herbácea que echamos a la ensalada a modo de lechuga. Por lo tanto, tened cuidado, el matiz es importante.
Para comprender bien el concepto de hora canónica debemos tener en cuenta que hasta la invención de los relojes mecánicos no había una distribución homogénea del tiempo. El día se dividía en dos períodos: día u horas de luz, y noche u horas de oscuridad, cada uno con doce horas; pero, estas horas no siempre duraban 60 minutos sino que se alargaban (hasta los 75min) o acortaban (hasta los 45min) en función de las horas de luz a lo largo del año (en invierno tendríamos horas más cortas y en verano, más largas). Es por ello que debemos entender que había por un lado, un tiempo físico, reglado por el Sol (el tiempo es el que es, y su medición a través del Sol era más o menos fija). Y, por otro, un tiempo que podríamos llamar cultural, social o costumbrista, que variaba en función de la época del año y que normalmente estaba reglado por el sonido de las campanas. Las horas con una misma duración no empezaron a utilizarse hasta el Renacimiento (finales del siglo XIII y principios del XIV, principalmente en el norte de Europa) con la aparición de los primeros relojes mecánicos, muy rudimentarios. Este hecho está relacionado con la primigenia industria textil y la necesidad de regular los tiempos de trabajo, momento en el cual se acuerda establecer la hora en un período fijo de sesenta minutos.
Con la perfección de la técnica de las maquinarias de los relojes mecánicos, los cambios de hora dos veces al año y los horarios de trabajo, hemos acabado usando el tiempo físico y hemos olvidado ese otro tiempo más social, cayendo las horas canónicas en desuso. Sin embargo, a día de hoy, todavía encontramos algunos lugares donde aún se siguen utilizando. Al igual que ocurrió en la Edad Media, momento en el que el saber se recogió en los Monasterios, ha pasado con las horas canónicas, pues es el único lugar en el que vamos a encontrarlas en la actualidad. Las tenemos bien cerca, en el Monasterio de Santa María de Huerta (Soria) donde los monjes cistercienses seguidores de la Regla de San Benito (escrita en el siglo VI d. C.) aún las emplean.
Como decíamos antes, estas horas estaban marcadas por el sonido de las campanas, pero, ¿cómo sabía el campanero a qué hora debía tocarlas? La respuesta es sencilla, a través de un reloj de sol, que no marca las horas como lo entendemos hoy en día (uno, dos, tres…), sino, que tan sólo marcaba los momentos puntuales que se corresponden con las horas canónicas. Estos relojes de sol canónicos o de Misa los encontramos en algunas fachadas de monasterios e iglesias, orientados siempre al Sur (Meridionales) y su forma es la de un círculo dividido en sectores iguales (como puede verse en las imágenes que acompañan el texto). En muchos de ellos se representa la parte inferior del círculo, pues, solamente se marcan las horas en las que hay luz. Cada sector tiene tres horas y se empieza el día a las seis de la mañana con la salida del Sol (hora prima, es decir, la primera hora de luz). A partir de ahí, el tiempo se divide entre rezos y trabajo (recordad la regla benedictina que señala “ora et labora”). Tras la hora prima, venía la hora tercia y la hora sexta (que marca el mediodía y de donde deriva la palabra y el sentido de la siesta). Continúan la hora nona y vísperas, que es cuando se reunía la Comunidad para los rezos en la iglesia, cenar e irse a dormir. Respecto a las horas en general y a la nona en particular, es de recomendar los comentarios que se hacen en El Libro del buen amor, escrito por el Arcipreste de Hita, que entre otros menesteres y al final de la nona nos recuerda que también es la hora de hacer la coyunda. Por último, tendríamos las horas situadas durante la noche que serían: vísperas, completas, maitines y laudes.
Estos relojes son sustituidos más tarde por otros relojes de sol más perfeccionados en su construcción y que ya señalan individualizadamente todas las horas del día. Quedando poco a poco esa denominación relegada a los círculos canónicos de monasterios y/o conventos. A la vez, y contemporáneo a estos cambios, aparecen los llamados Libros de horas, verdaderas joyas manuscritas e iluminadas que contienen dibujos ejemplificantes. Estos libros van describiendo y ordenando (por ordenación, no por imperativo) las oraciones y recomendaciones cristianas en el transcurso del día, del mes o del año, convirtiéndose así también en los primeros, y rudimentarios, calendarios. Generalmente los encargaban a título personal los reyes, príncipes, nobles y gentes de gran poder adquisitivo, ya que eran muy caros. Solían estar personalizados y se mencionaba el nombre de la persona a la que estaba dedicado el libro, aparecían su escudo nobiliario y su retrato. Estaban hechos y pintados a mano. Con la llegada de la imprenta se hacen más populares y baratos. Quizá el Libro de horas más conocido por su espectacularidad sea “Las muy ricas horas del Duque de Berry” de los Hermanos Limborg, de principios del s. XV.
Respecto a los relojes de sol canónicos cerca de Calatayud, encontramos un magnífico ejemplar en la iglesia de Cimballa, al que menos mal que le han retirado el cable eléctrico que lo cruzaba; sin embargo, sigue teniendo algunos pegotes de cemento gris portland (léase con ironía). Cabe señalar en este caso, que realmente hay otros tres más (todos canónicos) en esa misma fachada, pero más escondidos. Fueron descubiertos al limpiar la magnífica portada románica que serán objeto de otro artículo monográfico. Otro reloj de este tipo, aún sin catalogar, se encuentra en la portada de la iglesia de Pozuel de Ariza. En nuestro entorno hay alguno más, como por ejemplo en Daroca, en él, tan solo están representadas las horas tercia, sexta y nona. Los estudiosos de la cabalística y de las ciencias ocultas, ante estas marcas con tres incisiones (a las que llaman la “pata de la oca”), quieren ver en ello un mensaje oculto y críptico revelado solo a unos pocos a lo largo del Camino de Santiago; cuando, y es tan sólo mi opinión, lo que es, es un sencillo reloj de sol canónico de tres horas.